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CRISTO MAPUCHE
Un Cristo mapuche
Juan Godoy
12 de octubre 2000
I
El mapuche vagaba en medio de las penumbras sureñas.
Era, fuerte y guapo. Surgía de sus ojos negros una claridad de mirar armonioso. Sobre sus espaldas reposaba una melena furiosa y dura; un cintillo de cuero sostenía sus cabellos negros que se confundían y perdían en su piel morena del Sur.
Colgaba de su cuerpo, semidesnudo, una piel de huemul (venado); sólo así lograba proteger sus carnes contra el eterno silbido de los vientos traídos desde las plataformas abruptas de los Andes; los silbidos eran armoniosos y se confundían entre largos y tormentosos aullidos de monutrús (bestias descendientes del Chacal).
A veces, al terminar aquellos aullidos, el frío, como un cuchillo de hielo, lanzaba desde sus oscilantes peñas cordilleranas una amenaza que hacía recordar a cada habitante conquistador o conquistado la hora de meterse una socaire y combatir el patriarcal paseo del congelamiento andino. (¿Y qué mapuche conocía las socaires?) vagaba el mapuche; su sombra se había sumergido en medio del torbellino frío del crepúsculo. Corría como un niño por los empedrados caminos. No sentía la helada matutina. Jugaba con sus cachorros: luego se dio cuenta que le faltaba uno; se estremeció su alma de miedo. Sin pensarlo decidió salir en busca de su monutrú perdido.
El mapuche no temió los peligros que rondaban las zonas de Arauco. Sabía que por estos prados indígenas se arrastraban serpientes con atuendos de hombres guerreros: colonos sedientos de oro y conquistas: se sabía que sus espadas intentaban dar un golpe a sus víctimas para evangelizarlos y anunciarles que les había llegado la hora de la muerte.
¡Amén! .
El mapuche no temía a la voracidad de los colonos y, ni mucho menos, a la brutalidad de otros indígenas del norte que luchaban unidos a los castellanos. Sentado sobre una roca pensó en su cachorro perdido. Recorrió mentalmente los pasos que había realizado junto a sus monutrús.
El día se hacía aún más helado y luego habría que encender el fuego.
Al pensar en el frío abandonó la idea del fuego y, dominado por su angustia, se botó hacia las montañas.
II
Los muros que encontró en su camino eran resbaladizos; idénticos a espejos de hielos que se extendían con suavidad trasparente hacia otros flancos de las cimas.
Con gran maestría trepó las empinadas peñas de los Andes y, desde lo alto, tendió sus pupilas sobre su pueblo. Surgían, tras vómitos de flancos, unilateralmente capas de arboles tricolores que se reflejaban animosamente en los más escondidos contornos de sus estructuras.
No había control en estos colores, todo escapaba y se transformaba al arribo del alba. Los ríos, vistos desde las montañas, eran enormes cráteres de plata: hervían de peces, se diría Estas tierras del mapuche alimentaban las llanuras y adornaban los caudales sureños. Miles y miles de araucarias, verdes por sus contornos, alfombraban con sus frutas los suelos opacos que eran reprimidos por los fríos andinos. Ahí o acá, en partes estériles del terreno, un mantel de frescas nevadas cubría las partes rocosas del lugar.
Se veían desde lo alto aldeas coloniales.
Desde su interior llegaron lamentos de hombres que estremecieron violentamente la región.
Otros ruidos irrumpieron en el silencio y extenso altar de cerros.
Cayó luego un gemido triste sobre las hondonadas perdidas del espacio: la serenidad del día se perdió en una enorme corriente de lamentos y quejidos.
Todo pareció encogerse ante los nuevos aullidos de los monutrús. Un vuelo de un Cóndor desapareció de los ojos del mapuche ante el medroso avanzar de penas.
III
El mapuche leyó con su mirada otros paisajes e, inclinándose, acostó sus oídos en el manto frío de la tierra. Escuchó un sollozo de can que bajó desde los amplios manteles de rocas y se levantó inmediatamente de ahí.
En esos patriarcales cuerpos de cimas, al margen de cientos y cientos de otras quebradas profundas, se escondían mil secretos en los poros de las rocas.
Las cuestas que reinaban las zonas perdidas de los Andes era rica de vegetales y, ante del que y colosales hondonadas, nuevos muros, escondidos en surcos y cavernas, se hacían estrechos y peligrosos: algunas aisladas y solitarias cuevas alimentaban sus sombríos y grises fondos. Ahí agonizaban los días. Entre armoniosos cantos de aguas y cataratas, vagaban dioses desconocidos.
Todo ruido que nacía en las cavernas parecía acompañar aquel templo del silencio. ¡Qué gloria era para el mapuche saber que en todas estas llanuras se albergaban los pensamientos de su pueblo! Escaló otros muros y entró a una inmensa caverna. Se encontró de bruces con un cauce escondido en este antro desconocido. Dibujó en los inquietos y solitarios puntos del agua su cuerpo joven y agotado. Trepó, luego, otros muros del interno y, ante aquel sereno margen de aguas, notó los estrechos suelos de las alturas. Apegó sus oídos en un muro de una caverna y oyó un nuevo quejido de su monutrú.
Él, aturdidamente, contemplaba las vetas y muros que, con transparentes colores, perecían iluminar su cuerpo inmóvil. Observó y escribió en las hojas de su vida que ahí nacía un va y viene de aguas escondidas. Descubrió el corazón de los caudales escondidos; en este enorme fulgor de sonidos, se perdían los latidos de un corazón mapuche.
IV
Ningún mapuche había llegado fin a estos espejos sumergidos en las montañas; para muchos, seguramente, habrían servido de refugio para protegerse de los europeos que traían- ya- su idioma de sangre.
El guerrero pensaba que en esta caverna se encontraban albergados los"alhues" (sombra de los muertos) de los mapuches ya partidos; escribió en su memoria estas notas armoniosas de la naturaleza y agregó al cuaderno de su pensamiento tantas otras cosas. Para él aquella prédica pastoral de las corrientes era la lírica de todos los alhues de toquis y machis ya muertos; estaba seguro que aquella armonía, que descendía desde los senos andinos, había atraído al monutrú hasta estos rincones escondidos.Se asomaban, de algunos flancos, relucientes raíces de grandes vegetales.
Al centro de este esplendoroso volcán de raíces se podía admirar la desnudez de las plantas.
Tal vez otro más supersticioso habría pensado que esta caverna era un depósito de alhues encadenados.
Paralizado en el centro de este embudo de rocas recordó el relato del primer "chripa-lavquen" (diluvio) que vivió Arauco.Curiqueo Antillán, era un guerrero que no temía a nada ni a nadie; no temía, mucho menos, a los chunchos que en este momento, uno, con su canto inquisidor del luto sureño, invadía sus tímpanos. Mientras el pájaro predicaba la muerte en las escondidas cavernas de los Andes, Curiqueo Antillán recordó la narración de una Machi de su tribu:«El canto es profético;es la "corehuen"(represalia)de un final anunciado».
Curiqueo Antillán se consideraba libre de pactos y hechizos, no había otro como él; para mostrar su valentía lanzó unas piedras sobre el pájaro de la muerte. Entre el silencio y torrentes de cosas, se puso a pensar el mapuche...
Se preguntaba a sí mismo, tantas cosas. Todo por causa de aquel cachorro perdido. Él sabía que sus bestias jamás habían violado algún lugar sagrado. Luego alzaba la vista hacia las montañas y veía descender de algunos muros aguas acompañadas de lamentos: descendían por estos gemidos hileras, animosas de hielos, que escribían sus notas por diversos picos de las montañas y lograban hacer descansar sus corrientes en los voluminosos senos de la caverna. En estas partes más elevadas y montañosas de la zona nacían nevadas que ahondaban la entrada de la cueva con un mudo sonido de nada y agigantaban su dominio fosforescente en la boca de la tierra.
Con todo esto Curiqueo desconfió de éste misterioso lugar y sintió un escabroso frío en los tejidos de su cuerpo. Luego lanzó contra la marcha del silencio su primer grito de apelo en favor de su bestia.Sus gritos chocaron en los fondos de la caverna; su destrucción violenta produjo un eco espantoso que rompió la intimidad y calma de las "piedras".(La leyenda nos relata que centenares de miles y miles de mapuches fueron transformados en piedras al finalizar el primer diluvio que vivió Arauco en una época milenaria).
En los muros uniformes de los Andes se demolían sus gritos: «¡Auuuuuuu!»
Curiqueo continuaba a llamar su monutrú y mientras caminaba aceleradamente por las plataformas humedecidas de la caverna dejaba atrás uno y otro boquerón de manchas externas. A sus gritos y ecos se unió en la marcha el aullido de su bestia atrapada en aquel antro de aguas. El mapuche deseó correr dentro de la caverna ya que se alargaban sombríos y peligrosos los estrechos caminos de su interno.
Detenido en un punto de la plataforma sintió que los otros monutrús respiraban agotadamente.
La jadeante respiración del cachorro, atrapado en las alturas del misterio, era como un continuo y ensordecedor aullar de lloriqueos. En carreras resueltas los otros cachorros avanzaron con fuerzas por los peligros y rescatar de las cavernas a su hermano perdido; ofrecieron sus vidas en cambio de la libertad del aventurero.
En medio de estas penumbras aisladas lanzaban jadeantes y atormentados aullidos. La grandeza y anchura de la caverna parecieron no inmovilizar a las bestias: tal vez ellos veían más trasparencias espontáneas en los espejismos del día en la serenidad subjetiva de las alturas.
Entre burbujas y sonidos de aguas las garras de los monutrús se encarnaban en las rocas. Grandes y anchos eran algunos pasajes, irregulares e inseguras sus plataformas que reprimían el pensamiento del guerrero si continuar el rescate o dejar el monutrú en sus dominios.
Un nuevo y desatado aullido irrumpió en el silencio. En otras paredes, menos anchas de las precedentes, se abrían grandes nichos que servían de camas para los "panguis" (pumas): nichos y huellas de un pasado ignorados por las piedras.
Era un panorama que sorprendió a Curiqueo y, a la vez, lo incitó por vez primera a pensar en su huida de la caverna. Pensó en esto un par de segundos y notó que los cachorros avanzaban e ignoraban el peligro. Decidió seguirlos y, escribiendo en el archivo de su memoria este gesto heroico de las bestias, avanzó hacia el rescate del monutrú atrapado en las gargantas de las cavernas.
El cachorro, al verlos llegar hasta su lugar lanzó ladridos de júbilo.El mapuche retiró su cachorro del peligro y, pasmado por los nidos de los panguis, huyó tembloroso y tempestivamente de la caverna.
V
Desde lo alto se oían penetrantes gritos de prisioneros y repercutían en cada boquerón escondido de las montañas.
Él descendió, con prudencia, las plataformas andinas.
Curiqueo bajaba la montaña cuando alguien tosía a pocos metros de su espalda. Bruscamente, y con puñal en mano, se giró y se encontró de bruces frente a una joven muchacha; baja, de cuerpo minúsculo y de penetrante mirada. ¡Ah!... era gloriosa su frescura y vigorosa su inteligencia. Caían sus cabellos por toda su espalda, evitando de cubrir (como por arte de magia) los hombros morenos de la moza mapuche. Su mejilla izquierda acusaba una cicatriz fresca: huella de látigos que invadieron prepotentemente su hermosura..."
¿Tú? ¡Buscas "piñones" (especie de piñas para hacer harina cruda) en esta zona tan peligrosa!» preguntó Curiqueo, sin quitar sus pupilas de los ojos de la moza.
"Acabo de escapar de las manos de Pedro de Valdivia, y mi padre..., pagó con su vida".
"¡Al menos escapaste, no!"
Él continuó avanzando hacia la parte baja de la montaña y dando una caricia a su cachorro lo dejó correr por las faldas verdes de las montañas.
«Respóndeme. ¿Tú eres uno de los recientes "peñichroquiel" (hermano putativo) huido de los huincas?" preguntó, con voz quebrada, la mapuche
"Sí".
"¿Ahora eres tú aquel que incendió la aldea de los huincas?".
Curiqueo cruzó sus brazos, y en gesto tímido y acongojado bajó sus ojos.
La mapuche, segura de ella misma, agregó:
"No tardarás en notar que otros mapuches reconocerán tu valentía".
Al finalizar el canturreo de palabras, daba la impresión que el viento las llevaba al infinito: una calma de muerto arrolló a los dos. El silencio evocaba un recuerdo en ambos.
"¿Sabes si aún me buscan los colonos?" preguntó Curiqueo. "No creo, ya que en este momento son pocos los huincas que se encuentran en la aldea: escuché decir que ellos temen tu regreso".
"¡Pobres diablos!"
"El miedo los incita matar..."
"Solamente nuestra rebelión impedirá nuevas matanzas" exclamó el mapuche.
"¿Qué rebelión?..., si a muchos he visto morir por rebeldes... ¿Cómo puede un ser rebelarse al propio destino?"
Y nuevamente el silencio hizo de ellos un cuerpo de muerto.
Curiqueo se sintió triste y agitado. Recordaba que junto a otros mapuches había sido prisionero de los colonos y por castigo a sus rebeliones, fueron torturados duramente. ¿Cuántos golpes recibieron estos mapuches?
¿Cuántos de estos, cayendo a los pies de sus torturadores, pidieron y suplicaron el perdón? ¿Y cuántas fueron las viudas que arrastraron el cadáver de su "mevuta" (marido) a la choza.? Eran tantas las que curaban los cuerpos quemados de sus hombres: muchos de estos sufrían por largos meses, unos sin sus genitales, otros con algún brazo amputado o sentados en la pica, morían en corto tiempo, tullidos como bestias. ¿Cuántas cabezas de mapuches fueron colgadas en los postes para mostrar al indígena que los europeos no habían venido a pacificar los pueblos?
Curiqueo había visto con sus propios ojos estos horrores.
"¿Piensas volver al pueblo?" demandó ella, acariciando un cachorro que gemía dificultosamente.
"¡Ahora!" respondió él con cierta preocupación.
"¿Vas solo?"
"Sí".
"¿Piensas sobrevivir?"
"Si".
Callaron nuevamente. Pasó un largo tiempo de meditación y ambos decidieron descender lentamente.
Guacolda era joven y sin pretendientes. Era una flor en plena primavera, que, tullida por los golpes, enluteció sus pétalos de primavera; su luto se unió al llanto sureño.
La joven había vagado por montes y colinas. Su figura era un resplandeciente clamor de luna que se confundía en medio de los bosques no conquistados aún por los europeos.
El joven guerrero tenía solamente veinte años y nadie se hubiese atrevido a decir que era inepto para la joven dama de los bosques. Un mapuche, amigo lector, es un tipo de pocas palabras, tímido, y su sonrisa, muchas veces, son su única respuesta a miles de preguntas.
Ellos no hablaban de riquezas, de uno o del otro; nadie las poseía individualmente: todos los mapuches eran dueños de los ríos, campos y montañas. ¡Ah! Las montañas dividían las aguas pero no la unidad de los pueblos indígenas.
"¿No temes ser quemado por los huincas?" preguntó ella.
Curique sonrió y desvió su vista hacia los cachorros.
"¿Por qué no me respondes?" insistió la muchacha.
A Curiqueo tembló su cuerpo delante al atrevido clamor de preguntas: no insinuó nada. No tuvo coraje ni atrevimiento para responder a la mapuche.
Y temblaba su cuerpo... Sus manos también; las escondió sobre la lanuda cabeza de un cachorro. La muchacha quedó frente a los ojos de Curiqueo.
Chocaron violentamente sus pupilas y un caudal de cosas y sufrimientos se olvidaron en aquel momento. Ella insistió.
"¡Respóndeme!"
¿Y si no lo hiciese?" repuso él, mientras hundía nuevamente sus dedos tembloroso en la cabeza de su cachorro.
"¡Responde!" exclamó ella con vozencendida.
"Si" respondió Curiqueo con voz trémula.
"¿Y ahora para qué vas?"
El mapuche la miró seriamente y respondió:
"voy para que los ojos de mi tierra no lloren más..."
Ambos no despegaron, ni por un solo instante, sus pupilas de aquel torrencial de sueños que se adueñaba lentamente de sus corazones endurecidos por la guerra. Las miradas se hacían aún más profundas y el palpitar de sus sienes rompían muros y confines de la planicie mapuche.
"Si temes, voy contigo", insinuó la moza.
"¿De veras?"
"Para escapé, para seguir luchando", agregó ella.
Ambos se entregaron a la voluntad del corazón y olvidando por poco tiempo los invasores se besaron apasionadamente. Se amaron como dos seres enloquecidos... y más tarde, tomados de las manos, descendieron con lentitud hacia el peligro. Caminaron cuatro horas de continuo y, agotados, decidieron descansar bajo la sombra patriarcal de una araucaria. Y seguían tomados de la mano. Leían con sus miradas los nacientes vuelos de algunos volátiles y, sin desprenderse un instante de sus pasiones, Curiqueo, proclamó con gran solemnidad:
"Desde que tengo uso de razón conocía al guerrero de tu padre".
"También yo conocía los tuyos" respondió ella.
Curiqueo sonrojó y, bajando la vista, acotó: "siempre temí que alguien te raptase en algún "malón".
«"¿Me imagino que tú me habrías rescatado?"
Estas palabras estuvieron a punto de ahogar las nacientes sílabas que se estaban tejiendo en la boca del guerrero y, rescatándolas del torrentoso silencio, respondió hoscamente:
"Yo nunca he amado las guerras, pero si debo defender lo que amo no podría evitar el combate..."
El día desvanecía sus últimos rayos de luz y los cachorros aullaban hambrientos y celosos de las caricias que Curiqueo daba a Guacolda.
VI
"Curiqueoooo..."
Fué el grito que llegó desde lo lejos y arrasó aquel castillos de rosas que se habían construido los dos mapuches. El eco subió por las colinas y montañas y bajó lentamente hasta los oídos de ambos, perdiéndose, posteriormente, en las aguas claras de los ríos sureños.
"Debo partir" exclamó el mapuche.
Lanzó un silbido a sus cachorros y el espacio escribió en cada falda de las colinas aquellas notas ya conocidas por otras tribus de la región. Descendieron, apresuradamente, como un solo cuerpo moreno y, al roce con los arbustos, pareció que ambos se confundieran entre sus aromas patriarcales del sur. La muchacha que era mas ágil que Curiqueo, arrastró al mapuche por los prados andinos.
Ella, de repente, detuvo la marcha. Besó al guerrero y un ahogo de placer ahondó el silencio. Se amaron apasionadamente, rodaron por los pastos de sus tierras y escribieron con sus besos una carta de lamentos: parecía ser un canto pastoral confundido entre los gemidos del viento; a este mensaje se unieron fuertes temblores de sus cuerpos que formaron en ambos un afluente vaivén de agitación, y, cuyas notas de candor, se perdían a cada momento que escribían en la tierra. Y se habían amado una, dos y tres veces los dos jóvenes mapuches. Los pastos andinos fueron sus únicos padrinos.
Bajaron, luego, las colinas y, entre besos y sueños, encontraron un guerrero armado de boleadoras que esperaba impacientemente a Curiqueo.
A unos kilómetros de camino se encontraba una ruca, construida con ramas de una araucaria, a orillas del río Tolten.
Al llegar los monutrús a la entrada, cinco niños, el mayor de doce y el menor de siete, cerraron el paso a los canes y disimularon una lucha encarnecida con ellos. Rodaron con los perros en la tierra: unos con otros se mordían...
Curiqueo y Guacolda entraron a la ruca.
VII
Era una ruca acogedora, amplia, con una entrada baja. Al interior se encontraban otros dos guerreros. Estaban sentados en la tierra y, mientras comían un poco de maíz con papas cocidas, miraban a sus mujeres, que, de rodillas por el suelo trataban de encender un fuego; el humo nublaba el interno y el espacio se apropiaba de estos colores para alargar las nubes que ya se hacían negras en el infinito.
"¿Me llamaban?" demandó Curiqueo.
"¿Dónde te habías metido?"
"¡Había perdido un cachorro!" Uno de los guerreros se volvió hacia Guacolda y sin mirar a Curiqueo dijo:
"¿Tú eres la hija de Raucán, verdad?"
Guacolda quedó en silencio, el recuerdo de su padre la hacía sufrir profundamente: leves lágrimas bajaron por sus mejillas.
"Sí... pero él fue ultimado..."
«Lo sabemos...»
"¡Yo me preocuparé de ella!" interrumpió Curiqueo.
"Atrévete a no hacerlo" intervino el otro guerrero, que luego agregó. "
hermana si no te hubiésemos librado nosotros, habrías terminado como tu mismo padre".
"Si me libraron de la muerte, ¿Por qué no lo hicieron con mi padre?"
"Él nos pidió que te salváramos solamente a ti. Nos dijo que tú tenías más derecho que él en esta lucha".
"Además él sabía que Curiqueo te amaba" dijo el otro guerrero.
"¿Cuándo terminará esta guerra?" demando Curiqueo.
"Cuando nuestro Dios universal designe al hombre que cortará la cabeza al huinca invasor" dijo otro.
"¿Y cuándo será esto?" exclamó una mapuche.
"En el momento justo".
"Bastante estamos sufriendo" insinuó Guacolda.
Un nudo acordonó las palabras de todos; y las mujeres continuaban soplando y expandiendo con sus humos las nubes hacia las colinas.
Todos durmieron en la ruca.
VIII
Al alba descendieron los tres guerreros hacia el enemigo. Llevaban flechas, lanzas y boleadoras. El más anciano era de espaldas gruesas, cuello tosco y de mirada profunda. Miraba a sus guerreros y, a la vez, memorizaba el momento.
Era Hueipife (histórico) y guerrero. Conocía mil formas de luchas, y por donde galopara era reconocido; había participado en una infinidad de combates y malones, y en una de estas fiestas, había conseguido a su compañera y madre de sus cachorros. Llegaron al medio día al camino que conducía a Cautin. Descansaron y contemplaron la naturaleza.
"Entre truenos
y
desastres
las semillas florecerán
y
robustecerán la tierra"
recitó el jefe del grupo. Morir en combate era, para estos guerreros, como recibir la llave que abriría las puertas del infinito y permitiría galopar, después de la muerte, junto a los mejores toquis ya partidos. Para ellos era, en este mundo de tinieblas, el reencuentro entre unas generaciones y otras.
Partieron hacia otro rumbo y tomaron el camino de Tucapel: mucho más tarde llegaron a un fuerte de Pedro de Valdivia.
Un indígena, presunto esclavo del conquistador Valdivia, les informó que el intruso había regresado del Norte al primer rayo de sol. Los escondió en una caballeriza y les ofreció un poco de maíz. Fuera de las caballeriza se veía un gran movimiento de colonos; unos se preparaban a partir, ( no se sabe hacia adónde), y otros acaban de llegar (tampoco se sabe de dónde llegaban).
La aldea contaba con tres caballerizas, corrales, gallineros y charcos: a orillas de aquel charco se encontraba una corrida de árboles ensangrentados: en aquellos árboles los mapuches rebeldes pasaban semanas y semanas encadenados. Los tres guerreros decidieron quedarse un par de días en la aldea. El único que había estado prisionero aquí era Curiqueo. Debía estar con sus ojos bien abiertos y presto a escapar si en caso venía reconocido por uno de los castellanos.
IX
Tres días más tarde montaron algunos caballos de los colonos y al alba, que despuntaba sus frágiles rayos de sol, salieron los guerreros a preparar emboscadas en contra de los castellanos. Los paisajes de los Andes no eran los mismos de ayer: se habían perdido los perfumes de aquellos torrentes de amapolas que, de cuyas faldas, caían como avalanchas sobre el pueblo mapuche. Las quebradas eran, en partes, como caries molares de la tierra: eran un baúl de depósitos para huesos humanos y animales sacrificados por la viruela.
La cantidad de muertos, unos comidos por ratas y otros agusanados, eran el pasto y hedor de plagas que crecían en la conquista de Arauco. La hosquedad patriarcal de algunas cuestas presentaban puestos peladizos y estériles: peladizos rastreados por la soledad y acompañados, de día, por los mezquinos rayos del sol sureño, y de noche, por el inconfundible resplandor de la luna. Se recorrieron cerros de inmensos árboles, unos enfangados de arbustos, y otros invadidos de troncos como si cuyo espesor fueran lanzas con follajes alzados en guerra.
Otras cuestas eran cortadas por un río y, sus aguas que arrastraban en sus turbulentas notas un rugido del sur herido, se confundían, amenazantes, con la fauna.
Aquel rumor era como un taladro que perforaba las endebles orillas, ganando sus aguas centímetro tras centímetro a la tierra. En este cuadro catastrófico los tres mapuches trataron de vedear las corrientes perdiendo uno de ellos su caballo. La bestia luchó por cientos de metros contra la bravura de las aguas. Se salvó gracias a una apertura del río que, en cuyas corrientes, perdían su fuerza y autoridad solemne. Se sentaron los tres mapuches sobre un árbol caído y pasaron horas observando cómo en aquel punto las corrientes arrastraban, desde otros lugares, una infinidad de árboles destrozados por sus aguas.
Se veían flotar cuerpos de caballos y cuerpos de colonos muertos.
" Nuestro Nguenechen (Dios Creador) nos protegió, hermanos", dijo Culli, señalando los cuerpos sin vida. Las corrientes arrastraban unos castellanos desorejados y otros europeos con sus manos amarradas. Parecía extraño que entre estos mutilados no hubiese un solo indígena. Para los guerreros mapuches estos exterminados eran víctimas de Valdivia. ¡Ah! El oro hace siervos como la ambición es el furor de la muerte.
Al caer la noche, los tres sintieron apetito. La mayor parte de los alimentos que poseían, se habían perdido en el morral que llevaba el caballo arrastrado por las corrientes. Se retiraron unos metros del río y entraron a un espeso bosque. Corrían en estos inmensos bosques grandes
"Nouùqueculliñ" (animales feroces). Los tres cazaron unos de estos Nouùqueculliñ y luego se los comieron: ya sin más apetito regresaron a los bordes del río.
"¿Creen ustedes que en plena noche podamos atravesar el río?" consultó Curiqueo. Habían ganado ya la orilla cuando algunos ruidos se sintieron al otro lado del caudal. Eran colonos. Venían desde el norte y, perdidos en la noche, buscaban afanosamente cruzar las corrientes.
" ¡Si no ven. escaparán!" dijo Culli.
"¿Qué? ¿No me digas que piensas atacarlos?" demandó Curiqueo.
"Hay ocasiones que no hay que rechazarlas. En cuanto ganen el centro del río la luna los enfocara y nosotros iniciaremos a guerrear!" Pasó un instante de silencio: los araucanos preparaban sus piedras en las boleadoras. Entraron al río unos veinte castellanos y sus caballos, que ya conocían estas corrientes, se apresuraban en cruzarlas y, los jinetes, golpeándoles con sus espuelas los lomos, aceleraban sus muertes...
Culli ordenó atacar.
X
El primero en perder su vida fue un colono corpulento, que hacia de jefe, y bajo el claro de la luna pareció ser una sombra perdida en el sueño de una conquista. Su cuerpo cayó pesadamente a las corrientes y su peso de cadáver llevó tempestivamente hondas de terror hasta la ribera: otros jinetes se preparaban a entrar a las ondulaciones de la muerte. Entre gritos y súplicas, caían otros buscadores de fortunas: unos, que tomándose de las cinchas de sus caballos, desaparecían entre lamentos y llantos: otros con más fortuna lograban morir al primer golpe de piedra.
"¡Nos atacan, jolines!" gritó uno mientras golpeaba por última vez con sus espuelas en el lomo de su caballo. ¿Cuántos perecieron en esta cruzada fatal? Los mapuches decían que fueron más de trescientos: otros contaban hasta quinientos, cuando en realidad sólo once perecieron. Más tarde en todo Arauco se llegó ha decir que en la emboscada perdieron la vida más de mil colonos. Nadie pareció ocuparse de los muertos. ¡Al contrario! Muchos soñaban y multiplicaban la presunta repartición del oro: los conquistadores habían inventado un botín que no existía en Chile. La guerra y el oro los enloquecía lentamente.
Enloquecían con la idea de poseer el botín de otro europeo muerto, y, amigo lector, el caudal de Arauco abrazó los cadáveres de Europa.
Los tres araucanos, vencedores de una nueva lucha cuidaron de no ser descubiertos y retrocedieron lentamente hacia donde habían dejado los caballos.
Ya lejos de los colonos, Culli, exclamó:
"Si estos nos hacían prisioneros, nos despellejaban vivos..."
Se sentían fuertes y orgullosos de esté triunfo. Cada uno de ellos se sentía ya iluminado por la Mancug del Nguene-chen (Mano derecha del Dios creador) para cortar la cabeza del conquistador castellano. Y soñaban los tres araucanos. Un rumor, suave, puso fin a todo el torrente de ilusiones que se estaba desbordando en la mente de ellos. Y leves respiros provenían desde un árbol hueco. Los tres levantaron sus arcos y avanzaron silenciosamente hasta aquel lugar. Notaron que un humano se escondía en aquel árbol. Curiqueo apuntó su arco en dirección del intruso y dejó andar su flecha. Un lamento de mujer abandonó el escondite y grande fue la sorpresa al ver que tras del lamento salía Guacolda.
" ¿Y tú?" exclamó Culli.
" Si caías en las manos de los huincas, ¿sabías lo qué te esperaba?" gritó desesperadamente Curiqueo mientras le curaba la herida en el hombro derecho que le había causado con la flecha. Guacolda bajó sus ojos y se limitó a derramar unas pocas lágrimas de dolor.
Todos decidieron abandonar el lugar.
XI
La mapuche conocía y dominaba, como las palmas de la mano, la zona. Mostró ser, en las partes más tenebrosas de los Andes, una buena guía. Sabía localizar quebradas a cien metros de distancia, e ilustraba a los araucanos sobre el peligro del lugar. Caminaron un par de horas y Guacolda continuaba a mostrar sus dotes: hacia una introducción de todo lo que albergaba la naturaleza. Hablaba sin pausa ni cansancio. Felices estaban los tres pobres guerreros cuando vieron aparecer delante de sus ojos una colina. Finalmente podían descansar sus oídos de las largas y aburridas ilustraciones de Guacolda.
Al borde de las faldas de la colina surgían una infinidad de rucas. Se encontraban protegidas por un pequeño bosque: sus árboles parecían un galpón de ramas, opacas de noche y fuego de día. Bajo este altar catedrático de las colinas estaban esperándolos otros mapuches. Los habían rodeado.
Brillaban en sus manos lanzas flechas y puñales: todas apuntadas contra los recién llegados. El respiro de los prisioneros era una melodía de muerte. Pasaron largos minutos de silencio hasta que el jefe de la tribu preguntó:
"¿Qué los trajo hasta aquí?"
Nadie respondió. Se les ordenó subir hacia las faldas de las colinas.
"¿Cuántos cayeron esta noche?" preguntó uno.
"Los hemos eliminado para siempre" respondió Curiqueo.
" ¿Cuántos eran?" preguntó otro.
" Tantos que el río no tenía puesto para todos ellos" irrumpió Guacolda.
" Se pueden ir de las colinas, pero dejaran en pago a esta mujer que será mi consorte" dijo el jefe a los tres guerreros.
Curiqueo no pudo soportar aquella afrenta ydio al jefe de la tribu un corte de cuchillo en pleno rostro.
Los mapuches, después de haber ayudado a su jefe que sangraba profundamente, condenaron a los cuatro guerreros a la horca.
"No queremos recibir la muerte de ustedes y sentimos con el alma de no haber muerto en plena lucha contra los huincas" dijo Culli cuando estaban ya por colgarlos de un árbol.
" No tienen derecho a quitarnos la honra de morir como verdaderos guerreros" insinuó Guacolda.
El jefe de la tribu ordenó la libertad de los prisioneros y pidió que otros guerreros de su tribu se unieran a Culli. Las mujeres prepararon un malón en honor a sus guerreros y los colonos caídos.
Festejaron siete días y seis noches.
XII
Al alba los cuatro guerreros dejaron la tribu. Caminaron por largas horas y nadie comentó lo acontecido.
Fue Culli que abrió el dialogo.
" Una cosa es morir en manos de los blancos, ¡la otra en manos de nuestros propios hermanos!"
Los otros no respondieron; conocían ya el sabor de la muerte. callaron: calló la voz como calla el hombre la tristeza; siguieron un camino sin meta.
" ¿Quién se iba a imaginar que por Guacolda nos querían despellejar?" insistió Culli.
Al tiempo que avanzaban hacia otras lomas de algunas colinas un primer rayo de sol, que rompía los secretos de la noche, se adueñaba del día y iluminaba a los cuatro andantes: y caminaban, como hombres sin tierra, hacia los picos de las colinas sin darse cuenta que se acercaban lentamente a la puerta del cielo. Decidieron de montar en sus caballos y horas más tarde llegaron a otras zonas de Arauco.
" Este puesto me parece ideal para levantar nuestras rucas. ¿No pienso que lleguen hasta aquí los colonos?, antes deberán pasar por los de abajo..." decía Culli mientras señalaba algunos frontones de los Andes los cuales eran ideales para protegerse de los vientos montañeros. Al otro frente de estos muros, corría un pequeño cause. Parecía correr sin ninguna prisa por su angosto canal, que, cortando algunas cuestas, lograba imponer a los ojos del hombre su supremacía absoluta. Al final de este pequeño canal se llegaba a una cascada minúscula, parecían lágrimas que caían de los cerros. Su deslizar, suave, componía en su corto trayecto un una melodía de finos silbidos.
Cada gota de agua agrandaba la supremacía de los cauces para bordear unas y otras curvas y perderse en otros confines. Los guerreros pasaron todo el día ahí. Contemplaban la divinidad de la tierra. Hablaron de todo y cada cual escribía en las hojas de su memoria otra parte de su vida. Finalmente pensaron dirigirse a Cautin y formar ahí un ejército para combatir los colonos. Las rucas que habían pensado construir pasaron al olvido; al día siguiente se encontraban ya en Cautin.
XIII
Cautin era, para todos, la más rica de pastos y epopeyas. Sus rucas, apegadas a vastos bosques, mostraban una lectura ya escrita por la pluma de otros. Se llegó por un camino galopado ya por otros. Cautin guardaba grandes secretos; solamente los mapuches conocían el verdadero origen y su historia. Sólo ellos sabían quiénes habían dado el nombre a la villa.
Gritos de madres y cachorros rodearon a los recién llegados. Culli memorizó aquel recibimiento. Detuvo la marcha, y rodeado por cientos de mapuches, dio inicio a la historia que le habían entregado los antiguos narradores de su tierra.
"Al nacer mi padre en malleco llegaron muchos príncipes a coronar y celebrar su nombre. Cada día llegaban más y más a su amplia ruca; tantos eran sus familiares que, desde lejos, narraban sobre este nacimiento: decían que para Malleco era lo más elocuente e importante para los históricos de las tribus hermanas. En las visitas de estos parientes se discutía sobre los orígenes de mi padre, sobre su raza y principado, se hablaba de la piedad que tenía su padre con los pobres que perdían a su jefe de familia. Mi padre que se llamaba Colo Colo, el mismo nombre de otros padres de Arauco, fue respetado y amado por todas las tribus de nuestra tierra. Era la gran felicidad que sentían mis hermanos y también los viejos príncipes: ya no lloraban a los grandes sabios que habían muertos, había nacido, para la paz y la gloria, mi respetado padre.
Pasaron los años y mi padre, que había ganado la admiración de cada jefe de tribu, invitó ha todos a una gran ceremonia: ahí tomó por compañera a mi madre, que también es mallecana. Pasó el tiempo y yo nací como primer guerrero de esta comunidad. Luego nacieron otros y otros, hasta llegar a veintisiete hermanos entre mujeres y hombres. Mi padre nos obligaba, a los hombres, de sentarnos a su lado. Nos narraba que siglos atrás estas regiones eran completas de valles y colinas y que los mapuches vivían en gloria y salud. Se adoraba nuestro Dios del Universo y, él, en pago a la buena conducta de sus hijos creados, premiaba con generosidad a nuestro pueblo: Dios permitía cultivar la tierra, cazar y vestirse con los cueros de estos animales atrapados. Cada mapuche, junto a su familia, vivía en su ruca: cuando una o uno de ellos traía su compañera o compañero se construía otra ruca. Nuestros hermanos se repartían la tierra y sus frutos entre todos ellos. Un día, cuando el sol negó sus rayos a la tierra, apareció en nuestra zona un gran diluvio: los cauces perdieron sus cursos: los mares alargaron sus azules aguas y anegaron los poros de la tierra:
Todos nuestros hermanos huyeron aterrados de este terrible castigo. Tantos murieron ahogados. Las colinas fueron el refugio para los indicados a vivir. Las aguas continuaron cayendo del cielo y todo lo cultivado se perdió. Subían las corrientes y todos corrían enloquecidos. Todos los animales desaparecieron, fuera de aquellos que nuestro dios universal permitió que se salvaran. En fin los que fueron elegidos a seguir viviendo ganaron puesto cerca del cielos y oraron por días y noches hasta que dejó de llover.
Las aguas volvieron a su puesto y nuestros hermanos pudieron bajar de las colinas y reconstruir el futuro de los nuevos. Soles más tarde se levantó un Nguillatún en pago a la bondad de nuestro Dios Universal. El Nguillatún glorificará nuestras tierras y también nuestra lucha para liberar nuestra tierra de los huincas".
Culli hizo una pausa. Saludó a unos guerreros conocidos y a otros que continuaban llegando hasta él. Ahora eran cientos y cientos de mapuches que habían dejado sus rucas para escuchar las glorias de sus antepasados. Culli era considerado el mejor guerrero del momento.
"La glorificación" continuó "que hicieron mis hermanos a nuestro Dios Universal hizo posible que nuestros padres fundaran las comunidades: los otros, los castigados por la maldición, se transformaron en rocas y piedras, en arboles, plantas y peces. Todos ustedes han notado más de una vez que el rumor de los ríos es gracias a las piedras que arrastran sus corrientes: pero no se engañen hermanos, el rumor son llantos de los espíritus maldecidos, rumor de almas que piden el perdón. Nuestros sabios piensan que un día las piedras podrán descansar bajo nuestro Nguillatún.
"Después del diluvio Villa Cautin recibió otro castigo aun más cruel del anterior. Un día de Huilen (primavera) aparecieron en Incheñinruca (nuestra casa) unos huincas que vestían unos trajes de metal plateado. Hablaban diverso a los huincas de Valdivia y mataron tantos y tantos de nuestros hermanos que los sobrevivientes se sintieron obligados a llamarlos, los Imperiales. Cuentan nuestros sabios que los huincas nominaban en sus cantos a un tal Augusto Cesar. En honor a su gloria bautizaron la zona como Nueva Imperial. La guerra fue impecable contra los imperiales ya que eran tan salvajes como los mismos guerreros de Atahualpa y tan bárbaros como los huincas de Valdivia. En sus fiestas regalaban sus escudos con la insignia de su emperador. En sus locuras raptaban a nuestras mujeres y después de haber usurpado su dignidad le lanzaban algunas monedas en sus rostros. Todo fue una pesadilla temporal., un buen día desaparecieron de la región. Estos son los relatos que existen sobre los primeros huincas imperiales".
"¿Donde están los escudos y las monedas?" preguntó otro guerrero.
"Al pasar el tiempo muchos de los guerreros que poseían algunos de estos regalos, al morir, pidieron ser sepultados con ellos para luego unirse con estos objetos a los guerreros ya partidos. Más tarde cuando apareció Valdia y sus hombres encontraron en los cementerios algunos escudos romanos y, al ver ellos los objetos, decidieron eliminar a los parientes de los difuntos: más tarde destruyeron todos los regalos de los huincas imperiales por temor a no sé qué cosa. Los viejos sabios que presenciaron el exterminio memorizaron los escudos. Se reunían en reuniones y se preguntaban que maldad poseían los objetos romanos: no comprendían la prisa de los valdivianos en asesinar lo más rápido posible a todos los ancianos de Nueva Imperial. Más tarde nos enteramos por uno de nuestros infiltrados en la aldea de Valdivia que aquellos objetos ponían en peligro la integridad del descubrimiento de la corona castellana. En nombre de la reina castellana destruyeron todos los cementerios, sin antes profanar sus tumbas y destruir cada huella de los romanos. Se había ordenado eliminar todos los mapuches de la Nueva Imperial con el fin de borrar el pasado.
"¿Y donde estaba Caupolican?" preguntó un anciano.
"Nuestro hermano cabalga ya por otras tribus: Fresia su compañera empuña también su puñal y luchan en un solo frente contra los invasores.
Culli habló por más de medio día. Estaba por narrar una epopeya de una tribu hermana cuando un guerrero de Nueva Imperial le comunicó que los consejeros del Sur lo estaban esperando. Culli se despidió de todos sus hermanos y avanzó junto a sus guerreros hacia la ruca de los consejeros. Los Ulmenos (Consejeros que resolvían los pleitos de guerras internas) ordenaron a Guacolda de quedarse fuera de la ruca.
Los Ulmenos se sentaron al centro de la ruca. Los guerreros se sentaron a una distancia discreta. Nadie decía algo. Un Ulmeno tenía una lanza en sus manos y parecía dormir profundamente. Se sentía su respiro asmático. Dormía., no había duda.
Pasaron tres días sentados y los Ulmenos estudiaban a los tres guerreros. Buscaban declarar un histórico en la lucha contra los invasores. No se equivocaron. Culli era el hombre indicado.
"Muchos hermanos" enunció uno de los Ulmenos "de otras tierras poblaron estas colinas. Llegaban del otro lados de las montañas (Argentina) y nosotros los recibíamos con hermandad y, sobre todo, como buenos guerreros. Los dejábamos ocupar nuestros pastos y muchas de nuestras hermanas se unieron con nuestros vecinos. Ellos, en pago a la buena voluntad de nuestro Dios Universal, el cual nos creo lleno de bondad, permitieron que los nuestros pasaran sus montañas y poblaran sus territorios en paz y gloria: nos intercambiábamos las frutas y nunca hubo guerra entre ellos y nosotros. Eran tiempos divinos. Todos nos respetábamos en el marco de nuestras tradiciones y costumbres.
Los Chinchas criaron Huanacos, Huequs, Huemules y otras clases de animales que nuestra tierra les ofrecía en abundancias. Muchos de los Chinchas tomaron nuestro Nguillitún como su protector y supieron sabiamente respetar nuestras leyes. Un día, no sabemos porque razón, nos atacaron unos guerreros nórticos y nosotros al capturarle una cantidad de guerreros supimos que eran los endemoniados Ingas de Atahualpa (Incas). Los guerreros del Inga intentaban cruzar nuestras aguas y en una lucha de gigantes los vencimos gracias a los Chinchas que también se unieron a la guerra contra el emperador Inga. Cientos de Chinchas dieron su vida en pago a nuestra hospitalidad. Se deban animosos nombres de combates Nahuel (tigres) y la historia mapuche debe recordarlos con respeto en la lucha contra Atahualpa".
El príncipe relataba mil y una historia. Unas venían interrumpidas por algunos galopes de caballos, otras por el ladrido de can o por el griterío de los niños.
"Antes que aparecieran los huincas de Valdivia, estando yo de visita en las tierras de nuestros hermanos Picunches, me narraron que ellos también habían resistido contra los Ingas. Estos hermanos escribieron tantas historias y glorias pero la desgracia cayó en su pueblo y muchos traidores se unieron a los nuevos invasores y masacraron casi todas las tribus nortinas.
Miles de nórticos cayeron en la lucha y tanto nos ha servido su ejemplo en nuestra lucha. Nuestro territorio nunca había sido violado por otros, fuera de los Imperiales. Ahora los huincas manchan impunemente las aguas del Itata y envenenan nuestro pueblo con sus enfermedades. Nunca hemos temido los blancos ni tampoco a sus caballos. Cuando llegaron a nuestras tierras nuestros hermanos escaparon de ellos por causa de su fetidez y no por sus cuatro patas.
Culli, tu recuperaras la libertad de nuestro pueblo y narraras a los cuatro vientos que los mapuches sacrificaran fin hasta su ultimo hombre en la lucha por su independencia. Relatarás todo lo que escuches para que la memoria de nuestra historia no pierda su gloria. Todos los mapuches deberán continuar con la historia: no se deberá descuidar el aporte de los Huilliches y Picunches que se han comprometido con la lucha de nuestro pueblo. Todos ustedes saben que muchos de nuestros hermanos están muriendo por causa de las enfermedades raras de los huincas y no hay Machi capaz de curar el mal de los blancos. Muchos, al otro lado del Maule han escritos sus muertos en la tierra. El huinca Valdivia sigue matando nuestra gente.
Sagrado será el hermano que logre vencerlo. Cuando los invasores hayan muerto habrá que trabajar los campos como se hacia antes, la caza deberá ser mas activa para sanar nuestros hermanos con sus carnes.
En memoria de nuestros padres deberán recorrer las montañas de Algol y Puren y preparar la ofensiva final para derrotar los intrusos. Recibe, Culli, la lanza de libertad: Cuídala y hace de ella la gloria mapuche".
Los tres guerrero dejaron la ruca y junto a Guacolda se echaron andan por los empedrados caminos. Se sentía el aroma fresco de la tierra sureña y algunas melancólicas notas de trutrucas. Había nacido un inquieto silbido de los vientos mientras los cuatro guerreros se internaban en los bosques para continuar la lucha contra los invasores blancos.
Culli pensaba en sus antepasados de Malleco y también en Colo Colo, príncipe de los mapuches. Debería ser como él, moderado, magistral en sus respuestas, fortificado como los pastos de su tierra, noble y tumultuoso. Debería esclavizar su corazón delante los sentimientos humanos de su pueblo: debería legitimar la guerra por el amor de los hijos de su tierra.
En fin, Para Culli los campos eran como una biblioteca de la vida y el debería impedir que cerraran sus puertas: el sol era como una tabla escrita con códigos invisibles donde la ley de la naturaleza vale tanto como para los vivo y muertos. Las aguas el cuartel general de todos los sustentos; sin agua no hay comida, pensaba el guerrero.
Por los campos fortificados
nacen los tronos de la vida.
En la luz descansa la calma
en el agua el alimento
del indio del mañana.
Culli recitaba a toda voz en medio de los bosques. Se sentía feliz, orgullo por la lanza que le daba un honor de hombre virtuoso.
Con esta lanza
poblaré mis tierras.
Sobre mis hermanos caídos
levantaré un árbol divino.
En cada colina hablaré
a mis guerreros de amor
y guerras.
Que bellos pensamientos. Transitaban como un caudal violento en su intelecto. Consagrar la dignidad de su pueblo era la ley de la guerra.
Fuertes e improvisados vientos golpeaban los arbustos. Notas de trutrucas llegaron hasta ellos y un anciano se acercó a Culli. Su rostro era pálido, cara de tísico, endeble su cuerpo y triste su mirada. Se prosternó delante Culli y le pregunto:
"¿No piensas quedarte?"
"Si, hermano, si que me quedaré".
"¿Y ahora por qué dejabas Nueva Imperial?
Culli tomó las manos del anciano y sintió que aquella piel arrugada era como la corteza de un árbol en agonía.
"Vengan a mi ruca hermanos". Culli y los tres guerreros siguieron al anciano. Llegaron a una ruca grande. Más tarde el anciano les preparó un poco de comida y les sirvió aguardiente. Comieron y bebieron animadamente. Cayó la noche: triste, invadida de cantos y arrullos de grillos. Todos se durmieron acurrucados en el suelo. Al alba se sintió un galope de caballos. Nueva Imperial fue asesinada por los colonos.
Culli y sus tres guerreros no pudieron evitar la masacre. El griterío de las víctimas, mujeres, niños y ancianos, se hacia mas sonoro y continuo.
"Fue como hoy" dijo un herido que llegó hasta donde estaba Culli. "Un canturrear de galopes despertó otras aldeas. Gritos de clemencia salían por las bocas de nuestras mujeres pero los blancos eran la muerte. Las rucas fueron quemadas, los cementerios destruidos, los niños asesinados. Los más ancianos nos resignamos y decidimos escribir nuestros muertos en las lagrimas de mi pueblo. Los caballos aplastaban los cadáveres de nuestros mejores hijos. Lloré. Buscaba a mis hijos entre los cadáveres., los encontré, masacrados.
Abrasé una lanza caída y me acerqué a un huinca. A uno hundí su punta en lo más profundo de su corazón de bestia enloquecida. A otros les saqué sus corazones. Estaba luchando por la libertad de mi pueblo. Estaba vengando mi tierra cuando vi a lo lejos que los huincas arrastraban mi mujer. Al improviso paralizó aquella impresión mi combate y boté la lanza al suelo. mi mujer me miraba aterrorizada, estaba herida y escapaban lamentos por su boca cuando Valdivia corto su cabeza con su espada maldita. Rodó su cabeza hasta mis pies ensangrentados y mientras Valdivia reía a todo pulmón yo gritaba enloquecido.
Intenté recoger la lanza pero un caballo aplastó mi cuerpo hasta que su jinete pensó que yo había muerto. Desperté no sé cuándo. sepulté a mi mujer y mis hijos. Muchos enloquecieron y otros quedaron ciegos por causa del dolor".
XV
Culli y sus guerreros escucharon aterrorizados el relato del anciano.
Decidieron partir. Los cuatro caballos se deslizaron tranquilos hacia el Norte.
"No se alejen hermanos, los huincas nos masacrarán. Será mejor que piensen en lo que nos podrá pasar"" exclamó el anciano.
Los cuatro mapuches avanzaron. De sus ojos caían lagrimas. Horas más tarde, desde una colina, contemplaban los campos silvestres. Al alba recorrían el borde de un río. Eran corrientes un poco gelatinosas de peces. Los cuatro seguían un rumbo desconocido sin más compañía que la de sus propias sombras. Entre los empedrados caminos se escribía el agotamiento de los caballos: endebles e inseguros era sus pasos. Uno cojeaba acongojadamente: una piedra se había encarnado en una pata trasera. Había que curarlo. Culli fue el gran maestro. Curó al caballo en sólo tres días.
Se retomó el rumbo a orillas del río. Avanzaban tranquilos cuando se encontraron con un hombre blanco. Era joven, delgado, de nariz oriental y, desorejado. Vestía pantalones de gabardina, rotos y sucios. Camisa blanca y completamente manchada en sangre producto de la amputación de sus dos orejas. Era moreno y hablaba con acento syriano.
"¡Que tal amigos!" dijo al encontrarse con los cuatro mapuches. Culli ordenó de hacerlo prisionero.
"Soy amigo." gritó el syriano.
"Tú no eres amigo" respondió Curiqueo. "¿Por qué no?"
"Porque tu has combatido contra nuestro pueblo y seguramente has matado tantos que ni tu mismo sabes la cantidad".
"No es verdad. Yo escapé de las manos de Almagro, fue él que me cortó las orejas. Habría preferido ser despellejado por los Incas".
"¿Ahora tu luchabas junto a los Incas?" interrogo Culli.
"La verdad es que no me uní nunca a los incas ni a los castellanos. Los vi con mis propios ojos despellejar los mapuches y luego, con la piel, fabricaban instrumentos musicales: eso lo vi y eso me hizo contrario a la invasión".
"¿Qué sabes de los prisioneros nuestros en las manos de los incas?"
"Ya lo dije. Los prisioneros capturado en las emboscadas a las orillas del Maule venían despellejados vivos".
"¿Que más sabes?"
"Se que Pizarro hizo Gobernador a Almagro. Ahora el trajó aquí al Sur el corte de las orejas y tantos lo imitan contra los mapuches que roban alimentos. Me gustaría que los incas lo tomaran prisionero y con su piel hicieran un buen tambor para el Cuzco".
Los guerreros mapuches ya conocían a Almagro. Lo habían vencido, derrotado y humillado. Ahora habían mandado a Valdivia en remplazo del chacal gallego.
El desorejado hablaba de la <política indiana y de lo que trataba la conquista y predicación del evangelio: hablaba de la adquisición, retención y títulos de las Indias Occidentales.
"Soy de Syria" decía el blanco. "Cuando zarpé en la nave de Pizarro hacia el nuevo mundo lo hice juntoa unos grecos, italianos, palestinenses y algunos alemanes. Yo les diré, amigos que al inicio de la era cristiana tantos y tantos fueron los filósofos que ya hablaban de este nuevo mundo. Para que sepan amigos, un filósofo de nombre Plinio había escrito que este mundo era limpio y desordenado por las manos de Dios.
Tenía razón porquelos castellanos lo ensuciaron todo. Pero amigos los dogmas de Plinio no son iguales a los dogmas de Aristóteles. Vuestra lucha no tiene nada de dogmático y vuestros sabios son mejores que los antiguos, son los que han derrotado ya a los castellanos y los incas. Les cuento amigos que Aristóteles sabía que navegando por las costas del Occidente se llegaría a las costas Orientales de Asia. ¿Entienden o debo cambiar tema?"
Culli no respondió. sabía que lo que narraba el syriano eran cosas nuevas para él. En cambio el syriano habló de los escritos de Cicerone y hasta de todos los profetas. Dijo que los castellanos traían solamente mentiras al nuevo mundo y estimulaba la ignorancia. Aristóteles era inteligente y daba charlas de democracia. Era un sabio interesante que hablaba de los cretenses, lacedemonios y calcemonios, ósea, amigos, de tres tribus diversas. Decía que es posible mantener un dominio tranquilo y saludable si junto a todos los colaboradores del reino se evita de caer en tiranías y otros vicios represivos. Vuestra lucha por preservar vuestro reino no has sido practicado por los castellanos en el imperio de los Incas ni tampoco en vuestra tierra. Yo conozco los castellanos. Ellos jamás mostrarán amor hacia vuestro pueblo porque de cuando existen los reyes hemos causado muertes y daños y no se ha sabido tener un dominio sano y tranquilo con todas las razas del mundo. Les cuento amigos que las tribus de los cretenses eran salvajes ya que sus gobernadores prohibían que llegaran las mujeres a sus pueblos para no agrandar demográficamente sus tierras: en cambio los reyes de Castilla son más bárbaros ya que eliminando vuestras mujeres se puede exterminar en corto tiempo vuestra raza. No piensen amigos que los lacedemonios eran mejor que los reyes de Castilla ya que ellos en vez de amigos preferían los esclavos".Y así pasaron largas horas de historia y los guerreros escuchaban con respeto.
"Háblame de tu vida" pidió Culli.
"Yo nací en Syria pero mi madre emigró a Castilla. Ahí una de mis hermanas se casó con un caballero Real y consejero de los reyes. Cuando me embarqué, por voluntad de mi cuñado, caí bajo las manos y ordenes de Pizarro, el cual debía protegerme tal cual debía proteger los intereses de la corona. En la nave descubrí que este viaje sería para mi un viaje sin regreso. Escuchaba los hombres de Pizarro cuando decían que esclavizarían todas las regiones y alargarían Castilla hasta el último centímetro de tierra sureña. Yo escribía todo lo que escuchaba y, Pizarro que no sabia leer ni escribir, me controlaba con cierto celo.Temía que yo denunciase sus planes y promesas que hacia a sus cómplices. Fue así que en vez de ser protegido pasé a ser su primer prisionero. Ordenó que se controlaran todos mis pasos en la nave. Un buen día desaparecieron todos mis apuntes y con ellos mis materiales de estudio: nunca había llorado pero al saber que el muy estúpido los había botado al mar intenté suicidarme. Me encerraron en unas bodegas, y, encadenado, no tuve más remedio que memorizar todo lo que escuchaba.Viajamos por largas semanas y, como temía, perdí la noción del tiempo. Luego me enfermé. Pizarro ordenó que se me curara ya que yo era para él un rehén de valor si en caso que la corona le quitara el poder. No sé cuando llegamos donde los incas y tampoco vi el rechazo que tuvimos por partes del inca Huayna Capac. Meses más tarde Pizarro dio ordenes que me libraran ya que mis conocimientos y estudios podían ayudarlo en su conquista. Recién ahí pude notar que los castellanos habían infectado a los incas con la viruela y, tantos como niños y ancianos, morían en corto tiempo. No pasó mucho tiempo y el Inca Hauyna Capac, infectado por la viruela, murió. El emperador había dejado dos hijos legalmente reconocidos y otros ilegales ya que el emperador fue el padre de los hijos de su propia hermana. Muerto el Inca, Pizarro había logrado su primer triunfo. No pasó mucho tiempo y los incas se dividieron en diversos grupos. Guerras internas y conspiraciones contra los herederos del imperio eran el pan del día. Pizarro seguía movilizando su gente para lograr una división total del pueblo inca. Un día apareció un presunto hijo del inca Huayna Capac, un tal Ninan Cuyochi, el cual, al reclamar el poder fue asesinado misteriosamente por los castellanos y sus cómplices. Después apareció otro hijo del emperador, un tal Huascar, que fue reconocido por los sacerdotes del imperio como el continuador del imperio inca. El otro hijo, un tal atahualpa, al verse desplazado por los sacerdotes, reclamó su reino y, como era natural, su hermano, el tal huascar, se negó y aprovechó la oportunidad para consagrarse por segunda vez como el único emperador inca. Los guerreros incas se dividieron: unos con el tal huascar y los otros con el tal atahualpa. ¿les interesa la historia o cambio tema?" preguntó el syriano.
Realmente los cuatro mapuches estaban como hipnotizados. No sabían porque el hombre blanco les narraba la historia.
Culli ordenó que continuara con su narración.
"El fin que tuvo el tal huascar fue uno de los más horrorosos que jamás hayan visto los ojos del hombre. No solamente el tal huascar fue despellejado sino también todo su pueblo que el representaba.Pizarro fue el vencedor de esta guerra interna y para rematar la victoria del tal inca atahualpa, violó y asesinó sin piedad a la mujer del tal huascar que era también su hermana.
Si ustedes quieren ganar la guerra contra los castellanos no deberán olvidar lo que les diré. Los castellanos tienen ocho siglos de guerra. Son capaces de someter con pocos hombres a potentes ejércitos pero no son capaces de combatir a los guerreros sin armadas. Ustedes podrán vencer la guerra si no caen en manos de un imperio o una guerra entre ustedes mismos."
XVI
Memorizada la narración del syriano Culli y sus guerreros retomaron el camino.
Ahora se habían internado en unos bosques, angostos y oscuros: se respiraba solamente humedad y hedores a descompuestos humanos.Culli pensaba a lo ultimo que había dicho el syriano <se puede ganar la guerra solamente si no se cae en manos de un imperio o en guerra entre el pueblo mismo.Los caballos caminaban entre las sombras de los arboles.
"Si aparecen los huincas en estos parajes atacaremos". dijo Culli.
"¿Y si son muchos?" pregunto Guacolda.
"Esperaremos el momento" respondió Culli.
"¿Que momento?"
"En el momento que se distraigan"
En el bosque los parajes eran fangosos: puntos muertos de la tierra, se diría.
"¿Piensas que los huincas llegaran aquí?" preguntó Curiqueo.
"Algo me dice que llegaran por estos bosques". Sus palabras fueron como una campanada que rompió la calma del continente. Los cuatro sintieron miedo: miedo de hombres; miedo de humanos. Se sintieron cobardes ante la idea de la muerte. Se sintieron hasta tristes.
"Si debemos morir, antes lo harán los huincas". dijo Culli.
Nuevamente el terror envolvió los bosques. Los caballos se habían detenido como muñecos de paja, sentían el hedor de la muerte.Un galope de caballo llenó el vacío. Era como un tamboreo continuo de un canto fúnebre, frío, que serpenteaba fin a las oscuridades de los cementerios mapuches.
"¿Atacamos?" pregunto Guacolda al señalar un caballo que traía en sus ancas a un jinete huinca.
"No podemos atacar a un hombre solitario el cual parece estar medio muerto en su montura" respondió Culli al notar que aquel equino corría despavoridamente sin el control de las riendas de su amo.El caballo corría aterrado. Se pensaba que los caballos no se aterraban por la muerte de los otros., y aterrado corría el caballo. En su montura llevaba la agonía. Intentaba descargar a su jinete . Saltaba con furia. No quería que su cuerpo se transformara en un sarcófago con cuatro patas. Culli no tardo en atrapar el caballo. ¡Finalmente un hombre aliviaba su cruel destino! El jinete traía una soga al cuello. Se suponía que alguien lo había ayudado a escapar. ¿Quién? ¿Había alguien dispuesto a salvar la vida de un huinca? ¡Al parecer lo había! El rostro del hombre era pálido muerte.
"Parece ya muerto" dijo Guacolda.
"Propongo dejarlo aquí ya que no es nuestro problema" propuso Curiqueo.
"No" grito Culli. "Este hombre nos confesara lo sucedido". Sacó la soga del cuello. Era un cordel grueso y ensangrentado. El cielo se tiñó de negro y una tormenta cayó improvisadamente sobre ellos.
"¿Que hacemos bajo la lluvia? ¡No podemos quedarnos aquí!" gritó Guacolda.
Culli cargó el agónico sobre su caballo. "Esté hombre nos llevará hacia dónde los huincas" dijo.
"¿Y cómo nos guiará si está ya medio muerto?" dijo el cuarto guerrero.
"Estará medio muerto pero no muerto"
"¿Y cuándo morirá?" exclamó Guacolda con cierta ironía.
"¿Por que preocuparnos de los medio cadáveres?" dijo Curiqueo.
Culli se enfadó.
"No estoy salvando la vida a uno que más tarde nos matara, sólo quiero saber a cuantos de los nuestros ha matado".
"Es un asesino, seguro" repuso Guacolda.
"Dejemos el cuerpo a las ratas y continuemos nuestro camino" propuso el cuarto guerrero.
Culli decidió llevarlo en su caballo. El otro caballo lo tiraba Guacolda.
La tempestad había complicado los caminos. Dejaron bosques y colinas para ganar luego otros bosques y otras colinas. Al anochecer se decidieron descansar. Guacolda controlo unas bolsas que colgaban de la montura del caballo del huinca y se encontró en ellas collares de oro y de plata, cruces de metal, puñales cubiertos de piedras preciosas que eran originarios de los Chibchas.
Finalmente sabian quien era el moribundo: un sacerdote, un buscador de oro. Todos los mapuches sabian que al otro lado del Maule había una infinidad de sacerdotes buscadores de oro y muchos de ellos habían perecido bajo la horca. Culli había matado ya a uno. Era cuando había atravesado el Maule para ir a librar a unos de sus hermanos que se encontraba prisionero de un sacerdote y sus cómplices.
Habían pasado tres días. Culli había salvado la vida al jinete agónico.
Ahora deliraba. <Atahualpa es nuestro enemigo, Pizarro, en cuanto recibas el oro, elimínalo: es una orden de nuestros reyes. Algo de cien caballos galopaban hacia donde estaban los cuatro guerreros.
Culli ordeno de separarse y atacarlo de cuatro lados. Improvisadamente los colonos detuvieron el galope.Habían entendido que a cien metros de distancia los esperaba un emboscada. Estaban indecisos. Demoraban el ataque de los cuatro guerreros y también hacían esperar impaciente a la muerte. Todos se veían traumatizados por el terror de la muerte. Eran ya tantos los muertos de América que se temía pagar con la vida todos ese exterminio.Los cuatro guerreros, al notar la inseguridad de los colonos, se sintieron más fuertes.
El jefe de los colonos avanzó solitariamente hacia donde se encontraba escondido Culli. Inconscientementellamaba la muerte. Culli levantó magistralmente su arco, apuntó su flecha al centro del corazón del forastero. Esperaba que se acercara uno metros para derribarlo de su caballo.
Para el pueblo mapuche el castellano ya era un nuevo cadáver.
Ahora la distancia era la ideal. Culli podía mostrar a su gente cual buen tirador era. Estiró lentamente la cuerda de su arco. Miró por última vez al colono el cual parecía resignado a la muerte. Cayo el jinete con un flechazo en pleno corazón. Los otros guerreros comenzaron a tirar piedras con sus potente boleadoras y se veían caer los colonos como un árbol pierde sus hojas a la llegada del otoño. Muchos escaparon del lugar y, tantos, quedaron botados en los bosques de los mapuches. La pestilencia, días más tarde, sofocaba el teatro de combate.
El sacerdote había comenzado hablar.
"¿Ustedes, asesinos? ¡Cobardes! Son peores de los incas de atahualpa". Corrió hacia en donde yacían los cadáveres descompuestos. "Ellos venían en paz: eran soldados del rey y de Cristo. Ustedes los han matado. La mano divina exterminara vuestro pueblo salvaje.
"Los soldados de Cristo querían ahora ahorcarte ¿lo has olvidado?" respondió Culli.
"¿Y quién me asegura que una de las víctimas no fue mi salvador? Sin han matado a Javier, el hombre que salvó mi vida, les informo que este soldado de Cristo salvó de la muerte a muchos niños. Si no hubiese sido por el los traidores del rey los habrían despellejado como lo hicieron con las unas mapuches a orillas del Maule.
Los guerrero lloraron en silencio.
Culli no podía creer que en una guerra, donde todo pierde su dignidad, los culpables del conflicto, en donde se buscan riquezas y dominios, al finalizar la lidia, siendo vencedores y colonizadores enfangan los principios del hombre en pestes, en ruinas. No podía creer que en una guerra nacen nuevos signos de dioses inventados y, tambien, nacen nuevos oprimidos. Para los huincas Las leyes divinas dejaban de tener un valor práctico ya que ellos mismos la habían transformado en una alegoría sin ética.
Cullis sabía que en todos los pueblos del mundo existen hombres traicioneros, veleidosos y virtuosos. Sabia que nunca se ha entendido que en una guerra al prisionero, al civil hay que tratarlos como a uno mismo, sin golpes, torturas y ofensas.
Culli sabía que un verdadero guerrero, si tiene virtud, muestra al enemigo sus ansias de dialogo. Las guerras nacen y mueren para volver a renacer y, al surgir un nuevo alba, muere de nuevo. Guerras, conquistas son el sinónimo desbastador de la vida. Nacen mártires, héroes, santos y mil charlatanerías más. En la guerra nada es posible.
Estaban por detenerse a descansar cuando de las sombras de un bosque apareció el anciano que les había narrado la historia de sus hijos decapitados. Tenía todo su cuerpo ensangrentado. De sus manos colgaban unos collares de algunos niños degollados.
" ¿Saben lo que hicieron los huincas? Destruyeron casi todas las aldeas de la región, mataron a diestra y siniestra y, para terminar sepultaron vivas a casi todas las mujeres" El anciano no dijo más: cayó muerto delante los ojos de Culli.
Guacolda saltó sobre el sacerdote y le hundió un crucifijo en pleno corazón.
Los guerreros estaban aturdidos: lloraron por largas horas.
No había calma en el sur: se terminaba de llorar para volver a desafiar los peligros. Ahora caminaban por las orillas de un río. No habían caminado su media hora cuando vieron que unos hombres de Valdivia botaban a las aguas del río a siete niños mapuches. Guacolda saltó como enloquecida a las corrientes del cause: las aguas arrastraban los cuerpos como si fueran simples hojas de un árbol. Un tumbido de gritos encresparon aún más las corrientes. Las manos de los niños se hundían y aparecían en las violentas aguas del cause. Era el escenario del terror. Se veía morir a los siete niños y también a Guacolda. Los tres guerreros azotaron sus caballos y corrieron por las orillas del cause. Saltaron con sus caballos y lograron rescatar dos niños y a Guacolda. Los rescatados estaban agotados, pálidos y entumidos.
Pasaron dos días a orillas del rio.
Montaron los niños en las ancas del caballo del sacerdote y se perdieron en las oscuridades de la noche.
XVII
Fría noche. Silencio invernal. Rodaba la helada con lentitud de asesinos.
En los cuatro guerreros y los dos niños se anidaban estremecedores temblores de miedo. Encontraron una caverna que antes pertenecía a unos pumas. Las heladas se insinuaban agresivas penetrando con violencia sobre la carne humana. Brusca y temerosa era la idea de dormir. Silbidos de vientos bajaban de las enormes cordilleras. No había tranquilidad en el refugio. Las miradas de los mapuches parecían almidonadas de terror. Las horas interminables de la noche invernal absorbían toda esperanza de sobrevivir.
Terror, frío, y noche de cantos de chunchos.
En la intimidad de la noche se abrazaron los mapuches. Uno de los niños se durmió, agónico de frío. La noche arrebataba lentamente la vida al cuerpecito desnudo del mapuche. Estaba muriendo. Las horas estaban pasando y el niño podía ser salvado. La oscuridad perdió su fuerza y la luz del alba irrumpía como un rayo mágico en medio de las catedrales de hielo.
Salieron de la caverna y hicieron una fogata que devolvió la vida al moribundo.
XVIII
Ahora los guerreros habían ganado el día. Montaron en sus caballos y continuaron su rumbo. Se sentían débiles por el cansancio acumulado. Parecían hombres perdidos en su propia tierra. Sufrían el hambre. Temían un encuentro con los huincas., temían seguir combatiendo. El terror vagaba en los conquistadores y los conquistados.
Decidieron de reposarse y cazar algo para comer. Encontraron un mulo.
Culli hundió su lanza en la cabeza de la bestia. Poco rato después, entre los seis mapuches, despellejaron al animal y se comieron un parte con vivaz apetito.
Paso el tiempo y cuando terminaron de roer los huesos del mulo hicieron con ellos puntas para las lanzas flechas y también algunos puñales.
Algunos días mas tarde montaron sus caballos y, cargando algunos pedazos de carne, se alejaron del bosque. Ya en camino no se alejaron un instante de un río. Controlaban ambos lados, unas veces deteniéndose en lugares seguros o, otras veces, a descansar si era necesario.
Se pensaba volver a Nueva Imperial.
"No podemos volver atrás" respondió Culli. Los guerreros no obedecieron y giraron sus caballos hacia la Nueva Imperial. deseaban ir a guerrear. Vivir era como estar muerto. A pasos lentos hablaban del pasado y de los años felices. Culli los siguió.
No había rencores.
"Hermanos rearmaremos los Huichanmapus (organización militar) y también reorganizaremos los Aillarehues (Agrupación Social y política de los mapuches).Se internaron tranquilamente en los bosques, La noche cayo tranquila. Los vuelos de volátiles habían cesado y algún lucero daba algo de esperanza para el nuevo alba. Trotaron algunos kilómetros en medio de la noche: se escribieron en los galopes cuestas y senderos. No hablaban. Iban pensativos. Al dejar una quebrada, giraron hacia un lago. Se detuvieron. Un canto de chuncho profanó el silencio.
"Nos faltaba esto" dijo Culli
"Es mejor que regresemos sino nos sucederá una desgracia" Giraron sus caballos y se pusieron a galopar despavoridamente. Corrieron toda la noche.Al alba, agotados, se detuvieron a dormir durante el día.. repartieron. Decidieron de recorrer las mismas cuestas que anteriormente ya habían galopado la noche anterior. El canto del pajarraco no les preocupaba mas. Horas más tarde se encontraron con unos mapuches ahorcados.El chuncho, los había salvado. Culli pensó que si no escapaban tal vez habrían podido salvar a sus hermanos de aquella muerte horrible. Nunca lo sabría.
Los cuervos volaban. Llevaban en sus picos carne de mapuches a sus nidos.
Al llegar el sol los bosques eran igual que ayer, sus mismos colores: arriba, las imponentes copas de los arboles, abajo, los pastos, despeinados por los últimos vientos llegados desde las montañas, a los costados, colinas, bajas y latas: rocas que sobresalían de algunos gruesos muros cordilleranos y, leves cascadas caían como lagrimas de los picos. Los susurros de los vientos llegaban hasta los grandes ríos como cantos o poesías perdidas.
XIX
Llegaron de noche a Nueva Imperial. Se habia guerreado duro. Huellas de sangre por todo el campo de batalla. Un Rehue calcinado, unas bestias muertas, cientos de cadaveres de blancos y mapuches yacian por tierra.Don Pedro de Valdivia habia asesinado centenares de inocentes. Su pandilla era cruel y ciega. Culli reunió los que habían logrado escapar de los blancos y juntos marcharon hacia Tucapel.
En la marcha se unieron cientos y cientos de mapuches que deambulaban por los bosque sureños. Valdivia pedía refuerzos del norte: sabia que sus fuertes no durarían mucho bajo la rebelión de todos los mapuches unidos.Llego hasta Caupolican con otros guerreros. Se abrazaron con los guerreros de Culli y se prepararon para el asalto final.
Caupolican ordenó el ataque. Los castellanos caían como pollos tullidos a la tierra.
Cayeron centenares de españoles.
Nadie podía frenar la atrocidad de la guerra. Niños que luchaban y eliminaban a sus enemigos: vengaban a sus madres asesinadas.
Se derrumbaba, bajo las llamas, el bastión imperial y religioso de los reyes españoles. No solo los huincas caían en el combate sino que docenas de yanaconas (sometidos a los castellanos) murieron bajo las lanzas mapuches. Vencidos los castellanos los mapuches avanzaron hacia otro teatro de sangre: Purén.
Semanas de largos combates. El sur se había transformado en un infierno. Los reyes habían abandonado a sus mejores bastardos. Valdivia, su pastor de la muerte, cayó finalmente prisionero en las manos de Culli. Lloraba Valdivia, pedía clemencia. El conquistador de Chile pedía piedad. Era tarde, muy tarde para hablar de Dios y su justicia. No servia que Valdivia besara los pies de Culli y de los guerreros mapuches.
Curiqueo temía que Caupolican y Culli dejara libre al invasor. Penso que le mejor modo de hacer justicia era usar la misma injusticia de los blancos. Tomó una maza de un mapuche caído y corrió como enloquecido sobre Valdivia.
Asesto un duro golpe en el cráneo del conquistador y quito la vida a un tirano.
Había muerto Valdivia. Curiqueo le negó lo que los castellanos negaron a su pueblo. Cayó en los paños del sur un chorro de sangre española. Se acababa de guerrear y los prisioneros fueron condenados a una muerte ligera: una mazada en el cráneo bastaba para quitarle la vida hasta a un toro. Mientras que en Castilla los reyes y el papa españolhacían misas y planes de justicias contra el pueblo mapuche, en Nahuelbuta se hacían grandes fiestas por el fin de una tiranía sangrienta.
FIN